Sentada,
con el ordenador encendido y la luz apagada. El móvil en silencio y la puerta
cerrada. Unos cascos más grandes que mi cabeza que me ayudan a aislarme de todo
y la música alta, tanto que si no fuera por esa canción oiría como mis
tímpanos se van rompiendo lentamente o tal vez se deshacen de gusto al ritmo
del compás. Perderme en los acordes de esas guitarras y letras que a veces
no entiendo y otras parece que cuentan mi vida como si la hubiesen expiado a
través de un pequeño agujero en mi pared. Cerrar los ojos y dejarme llevar por
una música que tan pronto me hace saltar como me pone los pelos de punta.
Imaginar que toco unos acordes que no conozco y que un micrófono invisible grava mi voz muda. Me sigue impresionando como las palabras cantadas por un desconocido pueden emocionarme como nada más en mi universo lo hace. Que algo tan personal y público al mismo tiempo puede conseguir que quieras cambiar tu vida o te de fuerzas para levantarte después de una derrota. A esas notas les debo todo, mis alegrías y mis penas, mis amores y decepciones, mis creaciones, mis sueños, mis deseos, mi vida. Porque me acompañan en uno de los mejores momentos del día. Nueve de la mañana, sabor a café en los labios y legañas en los ojos. Bolso en una mano, apuntes en la otra y cascos al cuello. Echar la llave de casa y salir a la calle caminando al ritmo del compás como si estuviera dentro de un videoclip. Viaje en metro con la misma dirección y el mismo destino pero siempre diferente, porque siempre cambia su banda sonora.
Imaginar que toco unos acordes que no conozco y que un micrófono invisible grava mi voz muda. Me sigue impresionando como las palabras cantadas por un desconocido pueden emocionarme como nada más en mi universo lo hace. Que algo tan personal y público al mismo tiempo puede conseguir que quieras cambiar tu vida o te de fuerzas para levantarte después de una derrota. A esas notas les debo todo, mis alegrías y mis penas, mis amores y decepciones, mis creaciones, mis sueños, mis deseos, mi vida. Porque me acompañan en uno de los mejores momentos del día. Nueve de la mañana, sabor a café en los labios y legañas en los ojos. Bolso en una mano, apuntes en la otra y cascos al cuello. Echar la llave de casa y salir a la calle caminando al ritmo del compás como si estuviera dentro de un videoclip. Viaje en metro con la misma dirección y el mismo destino pero siempre diferente, porque siempre cambia su banda sonora.
Es la rutina que echo
de menos en vacaciones y de la que nunca me cansaré en mi vida.